jueves, 17 de agosto de 2006

Vehemencia

Vehemencia

Ágatha caminaba por el estrecho pasillo hacia un dormitorio, al llegar a éste se detuvo de improviso, rápidamente quiso mirar hacia atrás, pero ya era demasiado tarde, sintió un gran malestar en su cabeza y cayó al suelo.
Al despertarse, se encontró tendida en una pradera hermosa, florida, a su alrededor los pájaros gorjeaban alegremente, las flores crecían como nunca las había visto, la claridad del cielo la extasiaba, su lugar soñado, lejos de la ciudad, de la urbanidad en exceso, de los millones de transeúntes que la embriagaban con sus estúpidos episodios de arrebatos y bajezas, de las vagas conversaciones que mantenía con sus amigos, sus pocos y despreocupados amigos; tal vez ese era el motivo de su alegría, quizás no extrañaba la vanidad de su amiga Clara, la soberbia de Ernesto, la promiscuidad de María Trinidad, el oportunismo de Carter y la infaltable desfachatez de Eugenia.
Pensó que le habían dado un mazazo en la cabeza y con elegante lentitud optó por ponerse de pie y tratar de averiguar dónde estaba.
Caminó por horas y horas, pero no encontró rastros de humanidad, sólo era la naturaleza y ella, mientras recorría senderos y riachuelos, en su cabeza había mil cosas, recuerdos cortísimos de su paso por el colegio, vacaciones familiares, tardes con sus conocidos y cercanos, divisaba a sus compañeros de universidad, después imaginaba qué le dirían en su trabajo cuando la viesen llegar, cómo sería recibida, ya que no sabía cuánto tiempo permanecería ahí.

Cuando su cuerpo ya no daba más por el agotamiento y el hambre, justamente encontró un árbol frutal, se inclinó para alcanzar una manzana, lo que le recordó la imagen de “Adán y Eva” en el momento en que los echaron del paraíso, pensó en lo terrible que había sido para ellos haber probado el fruto prohibido, que por su parte, muy por el contrario, no daba cabida en su cerebro, fuese un pecado necesario de castigarse; lo rozó con los dedos y cuando hubo alcanzado la parte inferior de ésta, la trató de jalar con mucha energía, mas lo único que consiguió fue resbalarse y recibir un estruendosos golpe en el tronco del árbol.
Otra vez estaba en ese pasillo, largo y estrecho, vacío, cubierto por las tinieblas, que le causaban un gran miedo desde niña, nunca supo qué era lo que le aterraba de la negrura de las sombras, sólo podía enfocarse en su miedo. Cada vez que se acercaba más y más a la oscuridad, trataba de respirar hondo y pausadamente, aunque a momentos retenía el aire, lo que aumentaba su adrenalina y sensación de ahogo. De pronto, una luz se encendió desde la lejanía del corredor, pequeña y luminosa, creyó percibir una luminosidad casi como si fuera una especie de candelabro, una vela de mano o tal vez, quién sabe, un diminuto fósforo. La luz se extinguió y perdió el control, algo la tomó y azotó fuertemente contra la pared.
Nuevamente era de día y la radiante felicidad de Ágatha se fortalecía, hoy aparecían más animalitos en su pradera, ardillas y conejos se le acercaban y acurrucaban en sus ropajes, de pronto, sin anticiparse a hacer algo, la perturbó el sonido de un cuervo que pasaba por el cielo nublado, lo observó y sintió que podía ser algún presagio de algún mal que se le acercaba. Como el día anterior, esta vez también se dispuso a buscar nuevos indicios de vidas pasadas o partes de humanidades perdidas. Al llegar a una inclinada pradera logró divisar a lo lejos un manantial que servía como fuente hidrogenada para varias especies, sin aún lograr encontrar algún rastro de osamenta u organismo desarrollado.
Ágatha se acercó al agua y la palpó con sus propias manos, sintió la frescura del agua desplazándose por sus dedos, recorriendo sus tibias manos que acariciaban con delicadeza el tierno manantial.
La ansiedad fue mala consejera y la incitó a desvestirse de lo poco que llevaba puesto y a sumergirse en las profundas sombras de aquel lugar.
Sin saber cómo, sus piernas perdían su agilidad, sus manos se quedaban quietas, sus miembros se acalambraban sin ningún motivo; todo le parecía extraño, los ojos se le cerraban y la falta de aire empezaba a desesperarla. ¿Qué me pasa? – se decía a sí misma con asombro; después de aquéllo, despertó en aquel corredor oscuro y lejano que la atormentaba constantemente, no había nada que la salvase de la tortuosa y cotidiana molestia de no saber para dónde iba, qué hacía allí, qué buscaba, no sabía nada y a medida que el tiempo pasaba, perdía la esperanza de poder salir del lugar. ¿Cómo puedo salir de aquí? - Decía confundida, pero al parecer nadie la oía, ¿Qué estará pasando? – Continuaba diciéndose - Los sonidos eran ecos del silencio, su apasionado malestar la hacía golpear los muros del edificio, pero aún así, nadie mostraba indicios de querer explicarle lo que sucedía.
Al cabo de unos minutos, las luces se encendieron, “Por fin se hizo la luz” – Exclamó- ahora sí podía distinguir las paredes de madera fina y cuidada, creía estar en una casa japonesa, sorpresivamente notó que vestía ropa japonesa, su atuendo de geisha era muy particular y a causa del prensado kimono, le costaba trabajo caminar mientras los recuerdos se le venían a la mente.
Su familia se había ido hace poco, pero - ¿A dónde? ¿Por qué sin mí? – Se decía mortificada. No alcanzó a terminar de razonar, cuando un joven vestido con un delantal blanco y aspecto serio la tomó del brazo y la encaminó hacia el fondo del pasillo, apresuradamente abrió una puerta y la recostó sobre la cama. Con dificultad la amarró a la camilla, le pidió que se calmara, y con grandes pericias logró inyectarle un sedante - ¿Qué me está haciendo? – Pensaba mientras oponía resistencia a la inyección – unos segundos después perdió el combate y no pudo más, sus ojos perdieron la fuerza con que se mantenían abiertos de par en par, percibió por última vez la silueta de aquel jovencito en los pies de la cama y todo se tornó borroso.
Mientras la droga le hacía efecto, recordó todo, en un flash back se le vinieron los recuerdos a la cabeza, su familia, sí, su familia la había dejado ahí, abandonada, no, mejor dicho, por alguna razón de suma importancia habían decidido mantenerla encerrada, ¿Qué me sucede? – Creía gritar – pero no podía proferir sonido alguno.
Con calma decidió pensar y razonar, “Si estoy aquí, debe ser por algún motivo demasiado relevante” Y con justa razón, las imágenes lo decían todo, ella vestida con el mismo kimono que llevaba puesto, mantenía en sus brazos lo que parecía un bebé, lo acariciaba con serenidad y con una aletargada sorna que la hacía parecer tortuga.
¡Su bebé, sí, éso era! “¿Dónde había quedado? ¿Qué habían hecho con él? - Las lágrimas brotaban de sus ojos, su cara se bañaba en ese fuerte torrente que empezaba a mostrar los estragos que producía en el maquillaje y en su rostro opaco y triste.